no eran el golpear de las ondas de compresión, sino algo mucho más lento: lascrecidas y las menguas de su
consciencia
del sonido. Una consciencia que se hacíaespecialmente aguda cuando las condiciones climatológicas se ponían de humoransioso. Entonces, Enid y Alfred
—
de rodillas ella en el comedor, abriendo cajones;en el sótano él, vigilando la desastrosa mesa de Ping-Pong
—
, ambos al mismotiempo, se sentían a punto de explotar de ansiedad.La ansiedad de los cupones, en un cajón lleno de velas de otoñales colores dediseño. Los cupones estaban sujetos con una goma elástica, y Enid se daba cuentaahora de que sus fechas de vencimiento (que muchas veces venían marcadas defábrica, con un círculo rojo alrededor) habían quedado muy atrás en el tiempo, noya meses, sino incluso años. Los ciento y pico cupones, por un valor total de másde sesenta dólares (ciento veinte, potencialmente, en el supermercado deChiltsville, que los valoraba doble), se habían desperdiciado. Tilex, sesentacentavos de descuento. Exedrina PM, un dólar de descuento. Las fechas ni siquieraeran
cercanas.
Las fechas eran
históricas.
El timbre de alarma llevaba
años
sonando.Volvió a guardar los cupones con las velas y cerró el cajón. Estaba buscandouna carta que había llegado unos días atrás, certificada. Alfred oyó que el carterollamaba a la puerta y gritó «¡Enid, Enid!», tan alto, que no pudo oír el grito con queella le respondió: «Ya estoy yo, Al, ya estoy yo.» Alfred siguió gritando su nombre,mientras se acercaba cada vez más, y, dado que el remitente de la carta era la AxonCorporation, 24 East Industrial Serpentine, Schwenksville, Pennsylvania, y dadoque había aspectos de la situación de la Axon que Enid conocía, pero Alfred no, oeso esperaba ella, se apresuró a esconder la carta en algún lugar situado a unoscinco pasos de la puerta. Alfred emergió del sótano aullando como una máquinade nivelar terrenos
«¡Hay alguien a la puerta!»,
y ella le gritó, elevando aún más eltono de voz, «¡Es el cartero, es el cartero!», mientras él meneaba la cabeza ante locomplicado que era todo.Enid estaba convencida de que se le aclararía la cabeza sólo con no tener queaveriguar, cada cinco minutos, lo que podía estar haciendo Alfred. Pero, pormucho empeño que ponía, no lograba que él se interesase en la vida. Cada vez quelo animaba a empezar de nuevo con la metalurgia, él se quedaba mirándola comosi hubiera perdido la cabeza. Cada vez que le preguntaba si no tenía nada quehacer en el jardín, él contestaba que le dolían las piernas. Cada vez que ella lerecordaba que los maridos de sus amigas tenían, todos ellos, un hobby (DaveSchumpert con sus vidrieras, Kirby Root con sus intrincados chalecitos parapinzones morados, Chuck Meisner con el seguimiento horario de su cartera deinversiones), Alfred empezaba a comportase como si ella estuviera distrayéndolode alguna importantísima ocupación. Y ¿qué ocupación era ésta? ¿Darles unamano de pintura a los muebles del porche? Llevaba desde el Día del Trabajo con la